El Rey y yo

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Os contaré una historia que guardo profundamente en mi corazón.

Tengo un gran conflicto. Detesto los Zoológicos y, a la vez, no puedo resistirme a ellos. Mi madre, sin ir más lejos, me acusa de sentir más preocupación y ternura por los animales que por los humanos. Yo creo que no es verdad. Lo que sí siento es que, en situaciones de crisis, los animales sufren mayor desamparo.

Pero volvamos a los Zoos. Como os decía, tengo un conflicto. El sistema de los parques zoológicos, salvo escasísimas excepciones, me parece atroz. El criterio que impera es siempre el económico. Se trata, en el fondo, de una especie de espectáculo y parque recreativo donde priman los beneficios sobre cualquier otra consideración, aunque se pretenda camuflar su gestión bajo proyectos conservacionistas y demás pamplinas altruistas. No hay más que ver las condiciones en las que viven los animales, generalmente jaulas angostas y recintos reducidos. Algunos ejemplares, pese a ser animales gregarios, viven una existencia en soledad desde que nacen hasta que mueren. Se intercambian individuos de unos Zoos a otros sin tener en cuenta sus lazos afectivos. Incluso aquellos Zoos que pretenden estar en la vanguardia de la modernidad, son cárceles crueles para una fauna que debiera vivir libre. Conozco algunos Zoológicos europeos y aún no he visto ninguno que reúna unas condiciones dignas para todos sus "huéspedes". Aunque me propongo una y otra vez no ser cómplice de ese sistema penitenciario con la adquisición de mi entrada, finalmente, no sé zafarme de la tentación. Padezco una atracción irresistible por entrar en contacto con animales a los que habitualmente no tengo acceso y que sólo puedo ver por la tele. Y cuando hablo de entrar en contacto, me refiero literalmente a un contacto físico. Ese es siempre mi reto al visitar un Zoo. El que mejor conozco es el de Madrid. Habré ido tropecientas veces. Normalmente, acudía los días laborables. Cuanto menos visitantes, menos estresados están los animales y más caso te hacen. Mi especialidad es buscar los puntos negros en el sistema de protección y aislamiento. En algunos recintos, a pesar de los fosos y las vallas y otros obstáculos que separan la fauna del público, existen puntos ciegos desde donde es posible tocar algunos ejemplares, siempre que estos colaboren, claro. Esto no es muy complicado de lograr si tienes la suficiente paciencia y posees el manjar adecuado. Las galletas tienen mucho éxito. Además, de varios paquetes de galletas, solía llevar otros alimentos ya troceados en mi mochila. Mochila que llegaba a pesar varios kilos. Manzanas, zanahorias y hasta melón. También mendrugos de pan. Ya sé que en los Zoos hay carteles por doquier prohibiendo alimentar a los animales. Una gran hipocresía, pues te venden en el mismo recinto conos con cacahuetes a precio desorbitado para tirárselos a los monos. Ni que decir tiene que los monos pasan totalmente de los cacahuetes, los tienen aborrecidos. Relativamente fáciles de tocar son: mapaches, elefantes, jirafas y otros herbívoros. Algunos tipos de monos son muy accesibles. Incluso se podría dar el caso de que un niño metiera el dedo por la jaula y se quedara sin él. Los monos tienen una dentadura temible y no siempre son amigables.

Tuve un idilio muy bonito con un gibón durante casi dos años. Estoy hablando siempre del Zoo madrileño. Delante de la jaula exterior de estos primates había un pequeño foso con una valla baja, que dificulta el acercamiento, pero si te situabas en una esquina, y alargabas la mano, un gibón, cuyos brazos son larguísimos, desde el ángulo de su jaula más próximo a ti, podía tocarte sin problemas. En realidad, fue él quien me sedujo. Estaba en la jaula con otro congénere. Les estaba contemplando fascinada y, al cabo de un rato, este individuo, de pelaje oscuro -hay gibones claros también- se fue a una esquina, sacó el brazo por los barrotes y me hizo unas señales con sus estilizados dedos. No tuve ninguna duda de que me estaba llamando. Me coloqué justo como os he explicado antes, y le ofrecí un trozo de fruta. ¿Qué podía querer un simio de un humano, más que algo de comida? Craso error. Lo que hizo fue dejar su mano laxa rozando la mía y, de golpe, me la pellizcó, dando a continuación saltos y volteretas, gritando como un energúmeno. Me llevé un susto de muerte, pero cuando vi que volvía a sacar el brazo y a hacerme la misma señal, entendí que lo que quería era jugar. Como no me había hecho ningún daño, le seguí el juego. Y otra vez me arreó un pellizco seguido de sus piruetas y gritos ensordecedores. Así me pasé media mañana. Me hizo reír de lo lindo. Éramos dos niños pasándolo en grande. Cada vez que volvía al Zoo, iba rauda en busca de mi amigo el gibón, que nada más verme me reconocía y sacaba el brazo para jugar. Un día, simplemente ya no estaba, lo habían sustituido por otro gibón, pero éste no sintió especial interés por mí. Fue un día muy triste.

Después de ese episodio, estuve bastante tiempo sin volver al Zoo. Pero, claro, tarde o temprano caigo en la irresistible tentación, así que terminé acudiendo a la llamada de la selva. Debía ser primavera. Apenas había público. La novedad eran los gorilas. Lo grandes primates son mi pasión, aunque yo soy capaz de encariñarme con una rata. El recinto de los gorilas, que era como una galería, tenía dos zonas visibles. A un lado, las estancias interiores, un habitáculo de cemento gris y desangelado, acristalado por el frente, de cuyo techo colgaban un neumático y sogas. Es de suponer, para que los gorilas se diviertan. Al otro lado, disponían de un pequeño jardín exterior, tamaño Lilliput, también acristalado por la parte que daba a la galería. Ambos recintos debían comunicarse por un pasadizo que no era visible, de forma que los primates podían transitar de un lugar a otro. Creo recordar que había cuatro gorilas. Una hembra adulta, dos gorilas muy jovencitos y un macho adulto de impresionantes dimensiones. Un espalda plateada. Me llamó la atención la absoluta pasividad de todos los miembros del grupo, sobre todo de los dos más pequeños. El panorama era deprimente. El macho estaba sentado en el jardín con su inmensa espalda apoyada en la cristalera, en actitud inmóvil como si fuera un animal disecado. Golpee el cristal con las uñas para llamar su atención. Ni caso. Como se trataba de un cerramiento de doble cristal con cámara de aire, imagino que de esos blindados, pensé que no me había oído. Golpee más fuerte con los nudillos. Lo mismo. Ninguna reacción. Instintivamente inspeccioné la instalación para buscar algún resquicio por donde poder comunicarme mejor. Descubrí que entre el marco de metal del ventanal y el suelo, había una rendija que se ensanchaba a pocos centímetros de las posaderas de tan regio macho. Me cabía un poquito la punta de un dedo, aunque imposible llegar hasta el otro lado. ¡Una galleta! Eso era. Le seduciría con una golosina. Eso no podía fallar. Tras varios intentos, conseguí que un trocito de galleta llegara al borde opuesto de la rendija, asomando ligeramente por el lado del gorila. No se inmutó. Testaruda como soy, no me pensaba rendir. Y como estaba sola en el recinto, me senté en el suelo situándome de perfil a él, agaché la cabeza y comencé a hablarle dulcemente a través de la ranura. Al mismo tiempo, no dejaba de observarle, y me di cuenta que sus ojos basculaban al ritmo de mis palabras hacia mi lado. Al comienzo, muy poco, luego cada vez más. Aunque no se dignaba a regalarme ningún otro gesto, estaba segura de haber logrado su atención. De vez en cuando me callaba, esperando alguna señal de su parte. Nada. Nada, salvo que fui observando que iba inclinando, casi imperceptiblemente, su cabeza hacia mí. Poco a poco, me fui dejando llevar por una sensación de comunión mágica con mi convidado de piedra. Imagino que la letanía de mi propio discurso y mis silencios calculados contribuyeron a esa emoción. No recuerdo ni una sola palabra de cuantas le dije, sólo recuerdo un intenso sentimiento. Un simulacro de amor. Un amor sin correspondencia. Un amor en el vacío. Volátil y narcótico. Tal vez estuviera una hora o dos horas así. Y hasta puede que no fuera más de media hora. Toda percepción del tiempo quedó anulada.

Y llegó el momento de la despedida. Debí agotarme en mi inútil pretensión. Incluso sin quererlo, nos creemos el centro de la creación, capaces de doblegar la voluntad de toda alma cuyo cuerpo hemos podido manipular a nuestro antojo. Pero ese gorila me acababa de dar una profunda lección de resistencia y dignidad. No se había dejado engatusar ni por una miserable migaja de galleta ni por mi vacua e inteligible retahíla. Me despedí bastante vencida y cabizbaja. Y, de pronto, cuando me estaba incorporando y ya nada esperaba, se giró y me contempló de frente. Sus pequeños e impresionantes ojos castaños se clavaron en los míos. Me mostró su majestuoso pecho de rey. Un rey sin reino, que se sabe rey hasta la muerte. Generoso, más allá de lo imaginable, inclinó levemente la cabeza y cogió con sus enormes dedos el trocito de galleta que asomaba por la rendija. Lo sostuvo con delicadeza, sin la aparente intención de comérselo, mientras me volvía a mirar. ¿Qué otra cosa podía hacer yo más que llorar? Lloré frente al rey, sintiéndome miserable y minúscula. Lloré avergonzada por mi condición de carcelera cómplice. Y lloré por mi vanidoso amor. Y después huí con el corazón encogido. Huí cobarde como sólo un humano sabe huir.

Esos ojos tristes y nobles me han perseguido desde entonces. Esto sucedió hace más de 15 años. No soy capaz de recordar muy bien la fecha. No he vuelto a pisar un Zoo. Aunque sé que, tarde o temprano, volveré a las andadas. No podemos renegar de nuestra naturaleza. No hay huida posible.

14 comentarios:

José Alfonso dijo...

Suele suceder. A cualquier triste imagen en un televisor, a veces concedemos más importancia que a nuestro entorno más inmediato y necesitado. Son las contradicciones del ser humano. Alimentamos perros y cerramos ojos y oídos ante el lamento de un niño hambriento. Suele suceder. Alguna famosa actriz, diseña y construye para sus cachorros loable y lujoso edificio en tanto miles de marginados, limosneros obligados, yacen a sus pies. Suele suceder. Las multinacionales se enriquecen a costa de de enclencles seres. Suele suceder. Es parte oscura de la condición humana. Me sucede. Me limito a aportar algún euro a una ONG y creo, así, que estoy saldado. Me sucede, al tirar los restos de mi comida por inapetencia mientras veo cómo el vecino del quinto las pasa canutas. Me sudece. Aunque reflexiono, me sucede. La reflexión, en estos casos, huye como alma que atisba al diablo en el momento crítico de dar un paso definitivo. Me sucede.
Un besazo.

enrique dijo...

Ahora la historia, gracias a tus palabras, está guardada profundamente en nosotros..
Gracias por compartirla.

Anónimo dijo...

Un besazo enorme cariño. Es una historia preciosa que me ha dejado la piel de gallina.

Mery dijo...

Al comienzo de tu relato he tenido presente el tiempo en que la Casa de Fieras (que así se llamaba) estaba en El Retiro. El entorno se me hacía mas adecuado que el zoo posterior.
Tierna historia de complicidad inter-pares. Yo estoy convencida de que el hombre debería tener mayor contacto con los otros seres vivos del planeta, lo que pasa es que el orgullo de ser superiores nos mantiene asquerosamente distantes.

Ahora bien ¿de qué otra manera se podría tener un zoo dentro de la ciudad? Difícil arreglo le veo al tema, salvo la solución drástica de eliminarlos por completo.

Este relato es sorprendente, Madame, por inesperado, entre otras cosas. Y dices bien : los ojos de un animalito tienen el poder de la Madre Naturaleza, concentrado en dos pequeños puntos. Comparto tu amor por ellos...
Estás rompedora y elegante, como siempre.
Un beso

Max dijo...

Absolutamente de acuerdo. Hasta tal punto, que no me avergüenza en absoluto reconocer haber sentido más dolor en momentos puntuales, por la muerte de un animal que por la de algún humano. Quizás suene cruel tal aseveración, pero simplemente soy sincero.

Besos Madame

Javier dijo...

Comparto contigo esa sensación desagradable que producen los parque zoológicos, la verdad es que siempre he pensado que son enormes cárceles, en las que constreñimos a maravillosas criaturas que han nacido para vivir en libertad. Todo para intentar mantener nuestras conciencias a buen recaudo frente a la destrucción de sus habitats.

Capri c'est fini dijo...

Yo tampoco puedo con los zoos, reconozco su carácter pedagógico y que los niños lo pasan genial, aunque yo ya de niño veía esas caras tristes de los monos y sólo pensaba en que eran cárceles, bonitas, pero cárceles...
Pero como tú, tampoco me he resistido a ir, en el zoo de Madrid la verdad he pasado más calor como en toda mi vida, viendo ese oso polar amarillo... y recuerdo cuando vi a los pandas disecados... bueno, no muy buenos recuerdos de aquel zoo. Me gustó más Faunia, ¿has ido?

Besos.

The Mule dijo...

Determinismo y demás alegorías catárticas dentro de la estupefacción del ensimismamiento.

Alter ego con catalizadores, tubos de escape con humo negro y verduzco. Almizcle y barro para construir chozas de gelatina y bromuro.

Placas de petri superpuestas donde la sangre corre por venas y planicies septentrionales.

Así suena el ojo avizor y así queremos.

MadaM X, debes visitar el blogdecaca. Quizá escatológico, seguro que narcisista.



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Anónimo dijo...

Los Zoos son como tu bien dices pequeñas carceles para los animales que deberia gozar de su libertad.
La ultima vez que fui a un Zoo me deprimí tanto que no fui capaz de volver a pisar otro. Se trata del Zoo de Guadalajara que por desgracia está en condiciones deplorables y los animales no pueden estar más descuidados...una pena de verdad

Justo dijo...

Ls historia que narras es maravillosa. Esa comunicación con el gorila... esos flechazos que a veces nos unen a los animales.. es mágico, me emociona profundamente; está muy bien descrito..

Con los zoos siento ambivalencia, me pasa un poco lo que a ti, soy defensor de los animales a ultranza, pero paso momentos excepcionales allí, creo que en cierta medida es bueno para conocerlos, sentir empatía... yo no los prohibiría jamás, aunque exigiría condiciones dignas para todos los animales.

Un abrazo

Anónimo dijo...

Saber ver en el interior de la Naturaleza como haces es una muestra de tu especial sensibilidad y percepción íntima.
Es un don que tienes, aunque para vivirlo tenga sus contrapesos en los momentos tristes y a veces trágicos, como la vida misma.
A pesar del sufrir, merece la pena el vivirlos con deleite y ternura a veces, divertidos en ocasiones, muy interesantes siempre y desde luego impresionantes como parte de nuestra integración en la Naturaleza.
Los zoos en estos tiempos deberían cerrarse todos y habilitar espacios naturales para los animales, que probablemente no saben vivir en libertad ya la mayoría. Un poco parecido a Cabárceno en Cantabria al menos.
Ak

j dijo...

Pues a mí me ha parecido la típica historia de una mujer encerrada en su condición y un hombre intentando que le haga caso. Y que al final, como en tantas de esas típicas historias, ella sólo le mira cuando él se levanta para irse.

Aunque muchas veces los desprecie y vuelque todo su cariño hacia las mujeres, me da que Vd entiende a los hombres, madame.

Madame X dijo...

No creo que esta historia tenga que ver con un sexo determinado, estimado j. Pero, bueno, está bien que cada uno vea lo que le plazca.

En cuanto a los hombres, no los desprecio en absoluto... de hecho me gustan mucho. Y sí, creo que a menudo los entiendo. La mayoría de las mujeres conocemos mejor a los hombres que viceversa. Pero es normal, nosotras somos muy complicadas ;-)

j dijo...

Encerrada es un adjetivo fuerte. Quizás me hubiera quedado mejor "en el laberinto de su condición" pero me habría alejado mucho de la historia. Aunque si al final dices "complicadas" es porque algo de mi interpretación compartes.
Te agradezco mucho la atención.