La devoción de Aarón

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Fotografía de Geoff Cordner

Aarón era tímido y apocado. De inteligencia mediocre. Ni guapo ni feo. Un bonito cuerpo y un pene de esos que muchos hombres desearían admirar delante del espejo. Porque son los hombres los que se deslumbran o se deprimen con sus propios apéndices. Sin embargo, Aarón no se admiraba. Él y su polla habían vivido en el más triste ostracismo. Cuando yo le conocí, entre noviazgo y matrimonio, llevaba veinte años a merced de una mujer cruel. Iniciaba entonces un proceso de divorcio en el que iba a ser –se veía venir- el claro perdedor. Me sobrecogió el relato de su experiencia conyugal. En todos esos años, su mujer jamás le permitió una penetración. De hecho, la misma noche de bodas le mandó trasladarse a la habitación de invitados, de donde no se volvería a mudar. Alguna vez, ella le dejaba besar sus pies al tiempo que se restregaba contra el suelo como una sabandija hasta derramarse sobre las baldosas. Para Aarón eran momento de jubiloso fervor. Para ella, una concesión fastidiosa.

Si había algo por lo que Aarón era capaz de morir, era por unos pies femeninos y todo aquello que pudiera envolverlos. De niño, su madre le castigaba encerrándole en un vetusto armario. Y ahí, en esa oscura soledad, había descubierto la libidinosa fragancia que desprendía el calzado usado de su severa progenitora. Su pulso se aceleraba particularmente cuando podía clavar la naricita en la olorosa zapatilla que mamá usaba como azotador para corregir sus travesuras. Durante su adolescencia, eran cada vez más escasas las ocasiones en las que su madre le propinaba esas azotainas sobre su regazo con los pantalones a medio muslo, por más que se esforzaba en provocarla. Entonces se tenía que conformar con alguna bofetada. Por ello, Aarón aprovechaba cada vez que se quedaba solo en casa para hacer de las suyas en el armario de mamá o de sus hermanas, ahora que ellas también empezaban a generar aromas interesantes. Ideaba sus propios castigos y sus consiguientes recompensas incestuosas. A medida que se hacía mayor, se le ocurrían maneras más irreverentes de profanar los zapatos y las prendas íntimas de las féminas de su hogar. Y cuando se casó, desterrado del lecho conyugal, se vio en la necesidad de mantener y perfeccionar sus secretos rituales en la penumbra del cuarto de invitados. A veces, permanecía acostado durante horas con un zapato viejo, sacado de un contenedor de basura, atado sobre la cara a modo de bozal. E inhalaba su pútrido perfume imaginando los pies sudados y sucios de su desconocida poseedora. Uno de sus trofeos más queridos eran las hediondas chanclas de su suegra, misteriosamente desaparecidas durante unas vacaciones con su familia política.

Con la llegada de Internet, Aarón quedó asombrado al descubrir que él no era una anomalía de la naturaleza y que su devoción era compartida por miles de hombres. Pero lo que de verdad le dejó pasmado fue la existencia, al menos en teoría, de mujeres capaces de satisfacer o –digamos- permitir las fantasías eróticas de un fervoroso penitente como él. Aquella revelación fue el principio del fin de su matrimonio. Y en mitad de su tumultuoso despertar, aparecí yo. Era la primara vez que me topaba cara a cara con un adorador de los pies femeninos, al menos, en esa intensidad y magnitud.

Aarón fue todo un reto. La iniciación sexual de un hombre de cuarenta y tantos era, en cierto modo, un cometido terapéutico. Una obra buena en la que yo iba a ser una chica muy mala por prescripción facultativa. Aunque le llevara al borde de las lágrimas, Aarón se sentía feliz al revivir las sensaciones de su infancia. Sólo que la fusta era más precisa que la zapatilla. Y qué delicia su devoción por mis pies. No se cansaba nunca. A veces hasta me dormía con sus increíbles masajes. Y he de confesar que su abnegada obediencia, sin rechistar jamás, se me ocurriese lo que se me ocurriese ordenarle, me provocaba algún bostezo que otro.

Concluido ya su proceso de divorcio, llegó el día en que decidí soltar amarras y devolver a Aarón al mundo real. En su pueblo, le rondaba una soltera madura decidida a no perder el último tren. Él decía que sólo eran amigos. Pero sabía a ciencia cierta -aunque él no tuviera ni idea- que el único obstáculo para no sucumbir perdidamente en sus redes era yo. Cuando le dejé, confiaba que caería en buenas manos o, mejor dicho, en buenos pies. Se merecía un hogar cálido y un armario repleto de olorosos zapatos.

10 comentarios:

Dantonmaltes dijo...

Lo de vivir en la habitación de invitados de tu propia casa me parece una de las mejores metáforas para explicar lo inútil que es defender nuestra existencia.
Al final ascenderás a los altares (si es que todavía no estás en alguno)...

Nikita dijo...

Hola¡¡¡¡¡¡que opinas de mi blog???soy nikita-historietas...

Anónimo dijo...

Si, hay algunos hombres que se merecen eso, claro que también hay alguna mujer que lo busca, enfin que cada uno lo viva como mejor pueda, lo importante es vivirlo

enrique dijo...

Yo creo que todo empezó cuando sus padres le impusieron el nombre de Aarón...

Manuel dijo...

Sea como debe ser.
Me arojo a tus pies tras entrar por primea vez a tu blog.
Pêrmiteme seguir leyendote.

(bueno, en relaidad no soy un sumiso bespies, pero tu texto es de una gran riqueza)

Jéssica Vilardi dijo...

Todo lo que tachan de trastornos, anomalías; tienen las causas más naturales que jamás se puedan imaginar. No son aberraciones,son, a veces, el descuido de los padres al creer que están castigando de la forma más adecuada -y normal- a sus hijos.

Qué bueno que incluyas aquéllo en tus relatos;no siempre es bueno desviarse de la realidad.

Un abrazo,

Jess

Mery dijo...

¿Y habrá vivido felíz y pleno con "su nuevo par de pies"?

Un beso

Javier dijo...

No se, no acabo de entender ese fetichismo por los pies, pero bueno cada uno se emociona con cosas diferentes, en la variedad está el gusto, no?

Anónimo dijo...

joderrrr qué intensidad emocional ...

Marqués de Zas dijo...

Madame, tienes la suerte (o la habilidad) de conocer gente diferente. Y tengo la impresión, de que de alguna forma te enriqueces con sus experiencias. Este hombre tuvo también suerte. La suerte de conocerte después de que la vida le estafara la infancia y la juventud. Si ahora ha encontrado su sitio, en parte te lo debe a ti. Seguro que no te olvida.