Un Ocaso en escala de grises (Parte I)

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Atardecía. Sus ojos grises seguían colgados sobre el cristal. Detrás de la ventana, la lluvia no había cesado en toda la tarde, desdibujando las siluetas erguidas de las torres de hormigón que se sucedían impávidas hasta perderse en el horizonte de la urbe. Un ocaso manchado de plomo languidecía entre los nubarrones oscuros del cielo.

María hubiera permanecido ahí otra hora. O toda la noche. No buscaba el paisaje gris para confundir el gris de su mirada en él. Lo mismo podía haber esperado el transcurrir de las horas apoltronada en su butaca, consumiendo el tiempo cigarrillo tras cigarrillo. Hoy no. Desde hacía dos meses, disipaba las tardes de domingo jugando a la dura disciplina de las Amas. Al menos así, su día libre no era sólo una yerma espera a que amaneciera lunes.

A María le gustaban los lunes; eran el inicio de una agotadora semana de trabajo. Limpiaba oficinas. De sol a sol, recorría la cuidad para cumplir con su tarea de multi-empleada de la bayeta. Felizmente, al caer la noche, llegaba tan derrengada a casa, que sólo le quedaban energías para ingerir una cena frugal y caer rendida sobre el lecho. Así amordazaba el tiempo y la memoria.

Los días de profesora de griego en la Facultad quedaban muy lejos. Había enterrado a Homero y a Safo junto a su corazón. El alma está uno condenado a arrastrarlo hasta que se pudre la carne. Hubiera preferido enterrar el alma.

Pronto se cumplirían dos años desde aquel silencioso funeral. Su divorcio fue, durante semanas, el chisme favorito de porterías y despachos de su ciudad. La esposa de un honorable ciudadano de capital de provincias había osado abandonarse a la lujuria y a los depravados gozos del látigo, fuera de la sacrosanta institución del matrimonio. De haber sido legal, muchos la habrían lapidado. Ser esclava y puta espantaba hasta a las minoritarias mentes más progresistas de su comunidad. Que su marido fuese incapaz de proporcionarle un solo orgasmo en los quince años de vida conyugal carecía de la más mínima relevancia. Ni siquiera fue un argumento esgrimido por su defensa en el proceso. Como tampoco lo fue el hecho de que llevaran más de cinco años durmiendo en alcobas separadas. En cambio, el contenido de su diario de esclava fue ampliamente exhibido fuera y dentro del juzgado. No hubo ninguna amonestación para el usurpador de intimidades: su sufriente esposo.

La sentencia de divorcio fue ejemplar. Lo más desgarrador, la inhabilitación para ejercer de madre. Le permitieron encuentros custodiados de dos horas, dos veces al mes. Leer el repudio en la mirada de su niño la hizo desistir de las visitas. Once años ya, pero seguía siendo su niño, su dulce niño. Por nada del mundo habría perturbado aún más ese corazoncito ensombrecido por las mezquindades de su padre. Un día será un hombre y entonces regresará para explicarle.

En su sepelio en vida, el más concienzudo enterrador fue su Amo. El mismo que decía amarla con cada jirón de su carne. Aquel que se regodeaba lamiendo las lágrimas de sus súplicas mientras, atada, la jaleaba a soportar un nivel más de dolor. El que juraba adorarla cuando marcó a hierro sus sobrecogidas nalgas. Él fue quien dejó caer el último puñado de tierra sobre su tumba. Y selló la lápida.

Durante todo el proceso, su Dueño, el hombre al que le había entregado cada uno de los rincones de su cuerpo y la llave de su voluntad, la llamó dos veces. Ella tenía prohibido alterar su vida con llamadas telefónicas. La primera, muy al comienzo, y en respuesta a los desesperados mensajes que Maria, recién descubierto el diario, le mandaba al móvil. Él estaba muy preocupado por saber si su nombre aparecía en el dichoso cuaderno. ¡No¡ Ella le tranquilizó. Sólo se había referido a él en los más estrictos términos protocolarios: mi Señor, mi Dueño, mi Amo... La segunda llamada llegó después de la sentencia de divorcio. Su Amo le explicó cuan imprudente sería citarse cuando todo estaba aún tan reciente. Debía proteger su nombre, su prestigio de magistrado, su familia... que transcurridas unas semanas volvería la normalidad y entonces reclamaría, de nuevo, a su perra. Las instrucciones fueron claras. No debía abandonar la cotidiana disciplina de esclava: los cuidados corporales con el rasurado perfecto, la observancia estricta en el vestuario, tal como él la había instruido, que incluía llevar siempre falda y zapatos de tacón de aguja, hiciera el tiempo que hiciera. Y, por supuesto, nada de tocamientos ni autosatisfacciones. Su placer y su dolor le pertenecían absolutamente. También debía reemprender el hábito de escribir, a diario, en su cuaderno. Debía plasmar todo cuanto acontecía fuera y dentro de su piel. Un resumen de su quehacer y, lo que era más espinoso, exponer cada uno de sus pensamientos por íntimos que fueran o insignificantes que parecieran.

María era una perra voluntariosa. A estas alturas había aprendido a no guardar secretos para su Dueño. Claro que, no siempre fue así. La primera etapa de adiestramiento fue muy dura. Se le antojaban eternos aquellos interrogatorios arrodillada, con las manos en la nuca, frente a su Señor. Durante el primer año presidieron los encuentros, como si de un inamovible ritual se tratara. Él, sentado plácidamente en su sillón, degustando una aromática pipa, ojeaba su diario y le hacía mil preguntas a cerca de lo que había pensado o sentido ante tal o cual circunstancia. Era inútil tratar de zafarse. Su desnudez y el entumecimiento doloroso que provocaba la postura, la iban quebrando a medida que transcurrían los minutos y las preguntas se reiteraban implacables. A cada confesión, podía observar de reojo cómo la mano de su Amo guiaba la estilográfica para estampar en tinta negra la puntuación que merecían sus omisiones en el cuadernillo de castigos. Era un hombre extremadamente meticuloso. Cada infracción de su perra era anotada en la pequeña libreta de tapas azabache: un olvido, una impuntualidad, una inoportuna carrera en las medias, una imperfección en el maquillaje, un rasurado poco cuidado, y, desde luego, un pensamiento no manifiesto en el diario de perra... Todo era debidamente valorado y registrado. Acabada la fase de inspección e interrogatorio, su Amo procedía con el correspondiente castigo, previa lectura del veredicto, que María debía escuchar totalmente desnuda, arrodillada, con las manos a la espalda y mirándole a los ojos. Él se regocijaba especialmente observando cómo el rictus expectante, en el rostro de su esclava, se transformaba en una expresión de temor y hasta de auténtico miedo, a tenor del contenido de la sentencia. Se jactaba de juez estricto pero justo, tanto en su magistratura pública, como en su alcoba. Dónde realmente ostentaba su mayor talento, era en la ejecución de la pena. Si como juez era estricto, como verdugo era inmutablemente riguroso. Jamás una lágrima o una súplica le hizo suavizar y, mucho menos, reducir la condena.

Terminada la etapa más severa de aprendizaje, y debido a los grandes progresos de Maria, los interrogatorios fueron más espaciados. Surgían cuando ella menos los esperaba. A su Amo le encantaba sorprenderla. Poseía una especial habilidad para detectar algún descuido en el diario de su esclava. Aunque las faltas iban siendo más leves, se correspondían con castigos cada vez más severos y prolongados. El agravante por reincidencia era determinante. La progresiva resistencia al dolor de su puta, dolor profusamente empleado durante sus sesiones de dominio y placer, requería, también, de una mayor contundencia en la aplicación de los correctivos.

Aquel otoño transcurrió en relativa paz. Maria se iba habituando a su soledad. Gustaba especialmente de sus largos paseos por la espesa alameda que mediaba entre la Facultad y la zona residencial, donde había alquilado un pequeño apartamento abuhardillado. El ambiente enrarecido que se había creado con sus colegas del departamento de Clásicas, a raíz de su sonado divorcio, lejos de disiparse, se iba acentuando. Algunos, incluso, le habían retirado el saludo. Abandonar cada tarde el recinto universitario y emprender el camino a casa, por la frondosa arboleda de tonos rojos y ocres, se estaba convirtiendo en una apremiante necesidad.

El frío aire de los últimos días de noviembre anticipaba un crudo invierno. La dorada alfombra de hojas caídas silenciaba el delicado sonido metálico que los finos tacones de María solían emitir a su paso por el empedrado. En cambio, ella, cada vez, amortiguaba menos el triste pesar de sus pensamientos. Ahora, en su recorrido diario entre las desnudas siluetas de los árboles, ni siquiera hallaba el amparo de las sombras. Sobre su cabeza nada le impedía la visión del cielo abierto. Sentía como si aquella inmensidad azul quisiera ahogarla contra la tierra.

Efectivamente, el invierno sobrevino riguroso. Hacía años que los lugareños no recordaban temperaturas tan bajas. El intenso frío obligó a María a recluirse más tiempo en su pequeño apartamento con vistas a la ahora nevada alameda. Con frecuencia le sorprendía la medianoche abandonada a la obligada cita con su diario. Más que nunca desnudaba el alma línea a línea, consciente que a través de esos folios tenía lugar la verdadera entrega, el auténtico sometimiento. Escribía siempre con su collar de perra ceñido al cuello, tal como su poseedor deseaba. Pero fue durante esa etapa de soledad cuando más placentera percibió la opresión en su garganta. Le provocaba una constante lubricidad, aún cuando esbozara en su cuaderno pensamientos nebulosos y llenos de frustración.

Un solo sentir le era negado a su Dueño. Ni un solo verbo hacía referencia a su niño. Todo cuanto pensaba y sufría por la desgarradora ausencia de su pequeño, lo musitaba en la soledad del dormitorio, contemplando su retrato sobre la mesilla de noche, lejos del oscuro mundo que rodeaba la escribanía. A veces, en las noches más sombrías, cuando el dolor destrozaba su mente, buscaba consuelo meciendo sobre su pecho la fotografía enmarcada, canturreando la letanía de una nana.

Las nieves se prolongaron hasta la primavera. El verde rebrotar de los álamos y el alborozado trino de los pájaros que parecían acompañar la sonora percusión de los tacones de María en su cotidiano paseo, no le alegraron la mirada. En la Universidad, la atmósfera se hacía cada vez más irrespirable. Ensimismada, el retoñar de la vida a su paso por el parque le era ajeno.

Llegó el verano como un soplo de aire abrasador. Agosto con sus vacaciones fue un alivio. Evitó salir a la calle, salvo para avituallarse. Se le hacía insoportable oír la algarabía de los niños enredando por doquier. Ocupó las calurosas mañanas en la preparación del nuevo curso, que prometía ser arduo. Por las tardes, hasta entrada la noche, se volcaba, desnuda, con el collar al cuello, en su diario. Complacería a su Dueño entregándole hasta los rincones más recónditos de la mente. Desde el invierno se había sumergido en un mundo de perversas fantasías. Conjeturaba gozos inusitados, retorcidos. Sentía una turbia satisfacción desmenuzando cada cavilación sobre los folios en blanco. Imaginar a su Amo ejecutar algunos de los pasajes que describía, la mantenía en un estado de entrega sin carne, pero con la carne en una constante quemazón. Le estaba prohibido el placer y ella se moría por explotar.

Una sofocante medianoche, ante el escritorio, su sudoroso cuerpo no parecía querer obedecerla. Un nimio movimiento sobre la silla amenazaba con hacer estallar el ardor acumulado durante tanto tiempo. Entonces tuvo una idea. Buscó entre los cajones una pinza, abrió las piernas y la cerró sobre su clítoris hinchado. Junto con un aullido ahogado, se le escapó un atronador orgasmo. El intenso dolor, lejos de aplacar el placer, lo catapultó contra sus entrañas, para desparramarlo en mil convulsiones. Después, liberándose de la -de pronto- insoportable pinza y aun temblorosa, contempló lívida el cuaderno. ¿Cómo iba a explicarle algo así a su Dueño? Él no aceptaría justificación ninguna. El castigo sería atroz. Ella sólo pretendía evitarlo. Esa pinza sujetapapeles debía ser la garantía. Esas malditas pinzas negras, en forma de pala, siempre fueron un suplicio brutal sobre sus carnes. Recordaba cómo se estremecía cada vez que las veía expuestas sobre la mesa de castigo, donde su Amo tenía el hábito de alinear los instrumentos que le iban a ser aplicados, con la pulcritud de un cirujano. Él las empleaba indistintamente para las sesiones de dominio o de punición. Durante los correctivos, les añadía las plomadas más pesadas, provocando un sufrimiento desgarrador en los pezones y en la vulva, debiendo amordazarla para no ensordecer con sus gritos. Y, desde luego, una pinza de esas, aplicada en el clítoris, resultaba insufrible, y siempre, siempre anuló el orgasmo.

Maria sabía que todas esas secuencias argumentales no le serían de utilidad para atenuar su culpa. En realidad, no se estaba exasperando ante la perspectiva del castigo. Hubiera dado lo que fuera por padecer, en ese instante, el tormento de su Señor. Ello hubiera significado poder estar a sus pies, estar con él. La angustiaba decepcionarle. Su más ferviente deseo era que él se sintiera orgulloso de su esclava, que la necesitara, que no supiera estar sin ella. Deseaba desesperadamente que la amara.

Tras una noche llena de dudas e insomnio, reunió el valor. A media mañana, aferró el teléfono móvil y marcó el número prohibido.

-¿Diga?- Era su voz.
-Soy yo, mi Señor... - el nudo en la garganta la retuvo.
-Sí, claro. Dígame- el tono de su Amo se tornó hielo. Era evidente que la llamada había sido inoportuna.
-No puedo más, mi Señor... necesito verte-, le contestó simulando serenidad, afanándose por retener el torrente de lágrimas.
-Bien, consultaré eso y mañana le llamo. Buenos días.-
-¿Mi Señor... ?-

La comunicación se había cortado. Ella tardó en reaccionar. Con el móvil aun pegado al oído, se desplomó sobre el escritorio inundándolo con su llanto desconsolado. Ni siquiera sabía porqué lloraba. Al menos, ahora, algo parecía cambiar. Mañana, cuando él llamara, le explicaría su estado. Él sabría comprender. Era su Dueño, la protegería. Ya no podría negarle por más tiempo su servidumbre. Le contaría lo de su orgasmo. Eso haría que, por su incontenible deseo de castigarla, no se demorase mucho el encuentro. Ella sabía la excitación y el placer que le proporcionaba la ejecución de las sentencias, y este castigo sería de los memorables. La falta había sido gravísima. Maria casi sollozaba feliz, imaginando que podría blandir, con su tremenda desobediencia, un arma de seducción irresistible.

Al día siguiente, la espera junto al teléfono móvil fue tan inútil como lo había sido durante estos meses. Al tercer día, decidida a no dejar escapar esta oportunidad como quien se aferra a una endeble rama para no caer al precipicio, María volvió a marcar el número de su Señor. Una voz impersonal de operadora le comunicaba que el usuario había dado de baja el número. Al colgar, un silencio atronador la golpeó de lleno, como si una palada sorda de tierra y piedras cayera sobre la tapa de su ataúd marcando el final de las obras fúnebres. Su enterrador había hecho un trabajo casi perfecto.

Para cuando el otoño volvió a teñir la alameda de rojos y ocres, María había dejado atrás su provinciana existencia de zombi. Emigró a la gran cuidad para olvidar su vida de muerta entre hormigones y asfalto.

  • Fotografía: Craig Morey

  • 10 comentarios:

    Javier dijo...

    Indudablemente un impresionante relato, esperando la continuación y el desenlace.
    Me has impresionado !!!

    Mery dijo...

    Atención, que ya ha tomado carrerilla. Que suenen trompetas, que iluminen la ciudad con rojos artificios, cierren sus puertas teatros y cines.....Madame nos deleita.
    ¿Por qué has tardado tanto?
    Genial.

    Max dijo...

    Espero con ansiedad el desenlace de la tortuosa historia de María.
    Te felicito, excelente relato, no deja resquicio a la respiración.

    Un besaxo...X

    Max dijo...

    Enlazada quedas ;-)

    Leo dijo...

    Un relato genial, uno de los mejores que he leído...vendré por tu blog a menudo, me encanta.

    Besos.

    Fernando dijo...

    siempre somos esclavos de algo o de alguien...no es lo peor serlo de otro..en este caso no me encuentro nunca a gusto al pensarlo en ninguna de las dos vertientes...lo mejor para mí eres tú..volver a ver que pones algo que escribes...un beso xx

    Anónimo dijo...

    He conocido muy de cerca el mundo de los amos y los esclavos, y desde mi postura hedonista/utilitarista no consigo llegar a compartir el placer de sentirse humillado y maltratado físicamente. A veces me he sometido a crueldades, pero siempre ha sido por intereses económicos, para mi propio beneficio... pero lo cierto es que no me gusta sufrir gratis, sólo me compensa si a cambio recibo algo cuantioso.
    Salud y Libertinaje

    FASB dijo...

    Escalofriante el relato e increíble el pulso narrativo que tiene, madame. Estoy deseando saber cómo termina María.

    Besos

    Anónimo dijo...

    No me gustaría caer en la adulación estúpida, sino en hacerte llegar mi felicitación por este texto tan cuidado y un desarrollo de la trama bien logrado. ¡Ojalá nos regalases más a menudo nuevas historias de tu puño y letra, me encantan!
    Por supuesto seguiré pendiente de la continuación de esta primera parte.
    Besos multicolores y buen finde!!

    variopaint dijo...

    maravillosíssimo... Madame...mmmmmmmmmmmm...que gusto!
    Besos

    M.