Un Ocaso en escala de grises (Parte I)

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Atardecía. Sus ojos grises seguían colgados sobre el cristal. Detrás de la ventana, la lluvia no había cesado en toda la tarde, desdibujando las siluetas erguidas de las torres de hormigón que se sucedían impávidas hasta perderse en el horizonte de la urbe. Un ocaso manchado de plomo languidecía entre los nubarrones oscuros del cielo.

María hubiera permanecido ahí otra hora. O toda la noche. No buscaba el paisaje gris para confundir el gris de su mirada en él. Lo mismo podía haber esperado el transcurrir de las horas apoltronada en su butaca, consumiendo el tiempo cigarrillo tras cigarrillo. Hoy no. Desde hacía dos meses, disipaba las tardes de domingo jugando a la dura disciplina de las Amas. Al menos así, su día libre no era sólo una yerma espera a que amaneciera lunes.

A María le gustaban los lunes; eran el inicio de una agotadora semana de trabajo. Limpiaba oficinas. De sol a sol, recorría la cuidad para cumplir con su tarea de multi-empleada de la bayeta. Felizmente, al caer la noche, llegaba tan derrengada a casa, que sólo le quedaban energías para ingerir una cena frugal y caer rendida sobre el lecho. Así amordazaba el tiempo y la memoria.

Los días de profesora de griego en la Facultad quedaban muy lejos. Había enterrado a Homero y a Safo junto a su corazón. El alma está uno condenado a arrastrarlo hasta que se pudre la carne. Hubiera preferido enterrar el alma.

Pronto se cumplirían dos años desde aquel silencioso funeral. Su divorcio fue, durante semanas, el chisme favorito de porterías y despachos de su ciudad. La esposa de un honorable ciudadano de capital de provincias había osado abandonarse a la lujuria y a los depravados gozos del látigo, fuera de la sacrosanta institución del matrimonio. De haber sido legal, muchos la habrían lapidado. Ser esclava y puta espantaba hasta a las minoritarias mentes más progresistas de su comunidad. Que su marido fuese incapaz de proporcionarle un solo orgasmo en los quince años de vida conyugal carecía de la más mínima relevancia. Ni siquiera fue un argumento esgrimido por su defensa en el proceso. Como tampoco lo fue el hecho de que llevaran más de cinco años durmiendo en alcobas separadas. En cambio, el contenido de su diario de esclava fue ampliamente exhibido fuera y dentro del juzgado. No hubo ninguna amonestación para el usurpador de intimidades: su sufriente esposo.

La sentencia de divorcio fue ejemplar. Lo más desgarrador, la inhabilitación para ejercer de madre. Le permitieron encuentros custodiados de dos horas, dos veces al mes. Leer el repudio en la mirada de su niño la hizo desistir de las visitas. Once años ya, pero seguía siendo su niño, su dulce niño. Por nada del mundo habría perturbado aún más ese corazoncito ensombrecido por las mezquindades de su padre. Un día será un hombre y entonces regresará para explicarle.

En su sepelio en vida, el más concienzudo enterrador fue su Amo. El mismo que decía amarla con cada jirón de su carne. Aquel que se regodeaba lamiendo las lágrimas de sus súplicas mientras, atada, la jaleaba a soportar un nivel más de dolor. El que juraba adorarla cuando marcó a hierro sus sobrecogidas nalgas. Él fue quien dejó caer el último puñado de tierra sobre su tumba. Y selló la lápida.

Durante todo el proceso, su Dueño, el hombre al que le había entregado cada uno de los rincones de su cuerpo y la llave de su voluntad, la llamó dos veces. Ella tenía prohibido alterar su vida con llamadas telefónicas. La primera, muy al comienzo, y en respuesta a los desesperados mensajes que Maria, recién descubierto el diario, le mandaba al móvil. Él estaba muy preocupado por saber si su nombre aparecía en el dichoso cuaderno. ¡No¡ Ella le tranquilizó. Sólo se había referido a él en los más estrictos términos protocolarios: mi Señor, mi Dueño, mi Amo... La segunda llamada llegó después de la sentencia de divorcio. Su Amo le explicó cuan imprudente sería citarse cuando todo estaba aún tan reciente. Debía proteger su nombre, su prestigio de magistrado, su familia... que transcurridas unas semanas volvería la normalidad y entonces reclamaría, de nuevo, a su perra. Las instrucciones fueron claras. No debía abandonar la cotidiana disciplina de esclava: los cuidados corporales con el rasurado perfecto, la observancia estricta en el vestuario, tal como él la había instruido, que incluía llevar siempre falda y zapatos de tacón de aguja, hiciera el tiempo que hiciera. Y, por supuesto, nada de tocamientos ni autosatisfacciones. Su placer y su dolor le pertenecían absolutamente. También debía reemprender el hábito de escribir, a diario, en su cuaderno. Debía plasmar todo cuanto acontecía fuera y dentro de su piel. Un resumen de su quehacer y, lo que era más espinoso, exponer cada uno de sus pensamientos por íntimos que fueran o insignificantes que parecieran.

María era una perra voluntariosa. A estas alturas había aprendido a no guardar secretos para su Dueño. Claro que, no siempre fue así. La primera etapa de adiestramiento fue muy dura. Se le antojaban eternos aquellos interrogatorios arrodillada, con las manos en la nuca, frente a su Señor. Durante el primer año presidieron los encuentros, como si de un inamovible ritual se tratara. Él, sentado plácidamente en su sillón, degustando una aromática pipa, ojeaba su diario y le hacía mil preguntas a cerca de lo que había pensado o sentido ante tal o cual circunstancia. Era inútil tratar de zafarse. Su desnudez y el entumecimiento doloroso que provocaba la postura, la iban quebrando a medida que transcurrían los minutos y las preguntas se reiteraban implacables. A cada confesión, podía observar de reojo cómo la mano de su Amo guiaba la estilográfica para estampar en tinta negra la puntuación que merecían sus omisiones en el cuadernillo de castigos. Era un hombre extremadamente meticuloso. Cada infracción de su perra era anotada en la pequeña libreta de tapas azabache: un olvido, una impuntualidad, una inoportuna carrera en las medias, una imperfección en el maquillaje, un rasurado poco cuidado, y, desde luego, un pensamiento no manifiesto en el diario de perra... Todo era debidamente valorado y registrado. Acabada la fase de inspección e interrogatorio, su Amo procedía con el correspondiente castigo, previa lectura del veredicto, que María debía escuchar totalmente desnuda, arrodillada, con las manos a la espalda y mirándole a los ojos. Él se regocijaba especialmente observando cómo el rictus expectante, en el rostro de su esclava, se transformaba en una expresión de temor y hasta de auténtico miedo, a tenor del contenido de la sentencia. Se jactaba de juez estricto pero justo, tanto en su magistratura pública, como en su alcoba. Dónde realmente ostentaba su mayor talento, era en la ejecución de la pena. Si como juez era estricto, como verdugo era inmutablemente riguroso. Jamás una lágrima o una súplica le hizo suavizar y, mucho menos, reducir la condena.

Terminada la etapa más severa de aprendizaje, y debido a los grandes progresos de Maria, los interrogatorios fueron más espaciados. Surgían cuando ella menos los esperaba. A su Amo le encantaba sorprenderla. Poseía una especial habilidad para detectar algún descuido en el diario de su esclava. Aunque las faltas iban siendo más leves, se correspondían con castigos cada vez más severos y prolongados. El agravante por reincidencia era determinante. La progresiva resistencia al dolor de su puta, dolor profusamente empleado durante sus sesiones de dominio y placer, requería, también, de una mayor contundencia en la aplicación de los correctivos.

Aquel otoño transcurrió en relativa paz. Maria se iba habituando a su soledad. Gustaba especialmente de sus largos paseos por la espesa alameda que mediaba entre la Facultad y la zona residencial, donde había alquilado un pequeño apartamento abuhardillado. El ambiente enrarecido que se había creado con sus colegas del departamento de Clásicas, a raíz de su sonado divorcio, lejos de disiparse, se iba acentuando. Algunos, incluso, le habían retirado el saludo. Abandonar cada tarde el recinto universitario y emprender el camino a casa, por la frondosa arboleda de tonos rojos y ocres, se estaba convirtiendo en una apremiante necesidad.

El frío aire de los últimos días de noviembre anticipaba un crudo invierno. La dorada alfombra de hojas caídas silenciaba el delicado sonido metálico que los finos tacones de María solían emitir a su paso por el empedrado. En cambio, ella, cada vez, amortiguaba menos el triste pesar de sus pensamientos. Ahora, en su recorrido diario entre las desnudas siluetas de los árboles, ni siquiera hallaba el amparo de las sombras. Sobre su cabeza nada le impedía la visión del cielo abierto. Sentía como si aquella inmensidad azul quisiera ahogarla contra la tierra.

Efectivamente, el invierno sobrevino riguroso. Hacía años que los lugareños no recordaban temperaturas tan bajas. El intenso frío obligó a María a recluirse más tiempo en su pequeño apartamento con vistas a la ahora nevada alameda. Con frecuencia le sorprendía la medianoche abandonada a la obligada cita con su diario. Más que nunca desnudaba el alma línea a línea, consciente que a través de esos folios tenía lugar la verdadera entrega, el auténtico sometimiento. Escribía siempre con su collar de perra ceñido al cuello, tal como su poseedor deseaba. Pero fue durante esa etapa de soledad cuando más placentera percibió la opresión en su garganta. Le provocaba una constante lubricidad, aún cuando esbozara en su cuaderno pensamientos nebulosos y llenos de frustración.

Un solo sentir le era negado a su Dueño. Ni un solo verbo hacía referencia a su niño. Todo cuanto pensaba y sufría por la desgarradora ausencia de su pequeño, lo musitaba en la soledad del dormitorio, contemplando su retrato sobre la mesilla de noche, lejos del oscuro mundo que rodeaba la escribanía. A veces, en las noches más sombrías, cuando el dolor destrozaba su mente, buscaba consuelo meciendo sobre su pecho la fotografía enmarcada, canturreando la letanía de una nana.

Las nieves se prolongaron hasta la primavera. El verde rebrotar de los álamos y el alborozado trino de los pájaros que parecían acompañar la sonora percusión de los tacones de María en su cotidiano paseo, no le alegraron la mirada. En la Universidad, la atmósfera se hacía cada vez más irrespirable. Ensimismada, el retoñar de la vida a su paso por el parque le era ajeno.

Llegó el verano como un soplo de aire abrasador. Agosto con sus vacaciones fue un alivio. Evitó salir a la calle, salvo para avituallarse. Se le hacía insoportable oír la algarabía de los niños enredando por doquier. Ocupó las calurosas mañanas en la preparación del nuevo curso, que prometía ser arduo. Por las tardes, hasta entrada la noche, se volcaba, desnuda, con el collar al cuello, en su diario. Complacería a su Dueño entregándole hasta los rincones más recónditos de la mente. Desde el invierno se había sumergido en un mundo de perversas fantasías. Conjeturaba gozos inusitados, retorcidos. Sentía una turbia satisfacción desmenuzando cada cavilación sobre los folios en blanco. Imaginar a su Amo ejecutar algunos de los pasajes que describía, la mantenía en un estado de entrega sin carne, pero con la carne en una constante quemazón. Le estaba prohibido el placer y ella se moría por explotar.

Una sofocante medianoche, ante el escritorio, su sudoroso cuerpo no parecía querer obedecerla. Un nimio movimiento sobre la silla amenazaba con hacer estallar el ardor acumulado durante tanto tiempo. Entonces tuvo una idea. Buscó entre los cajones una pinza, abrió las piernas y la cerró sobre su clítoris hinchado. Junto con un aullido ahogado, se le escapó un atronador orgasmo. El intenso dolor, lejos de aplacar el placer, lo catapultó contra sus entrañas, para desparramarlo en mil convulsiones. Después, liberándose de la -de pronto- insoportable pinza y aun temblorosa, contempló lívida el cuaderno. ¿Cómo iba a explicarle algo así a su Dueño? Él no aceptaría justificación ninguna. El castigo sería atroz. Ella sólo pretendía evitarlo. Esa pinza sujetapapeles debía ser la garantía. Esas malditas pinzas negras, en forma de pala, siempre fueron un suplicio brutal sobre sus carnes. Recordaba cómo se estremecía cada vez que las veía expuestas sobre la mesa de castigo, donde su Amo tenía el hábito de alinear los instrumentos que le iban a ser aplicados, con la pulcritud de un cirujano. Él las empleaba indistintamente para las sesiones de dominio o de punición. Durante los correctivos, les añadía las plomadas más pesadas, provocando un sufrimiento desgarrador en los pezones y en la vulva, debiendo amordazarla para no ensordecer con sus gritos. Y, desde luego, una pinza de esas, aplicada en el clítoris, resultaba insufrible, y siempre, siempre anuló el orgasmo.

Maria sabía que todas esas secuencias argumentales no le serían de utilidad para atenuar su culpa. En realidad, no se estaba exasperando ante la perspectiva del castigo. Hubiera dado lo que fuera por padecer, en ese instante, el tormento de su Señor. Ello hubiera significado poder estar a sus pies, estar con él. La angustiaba decepcionarle. Su más ferviente deseo era que él se sintiera orgulloso de su esclava, que la necesitara, que no supiera estar sin ella. Deseaba desesperadamente que la amara.

Tras una noche llena de dudas e insomnio, reunió el valor. A media mañana, aferró el teléfono móvil y marcó el número prohibido.

-¿Diga?- Era su voz.
-Soy yo, mi Señor... - el nudo en la garganta la retuvo.
-Sí, claro. Dígame- el tono de su Amo se tornó hielo. Era evidente que la llamada había sido inoportuna.
-No puedo más, mi Señor... necesito verte-, le contestó simulando serenidad, afanándose por retener el torrente de lágrimas.
-Bien, consultaré eso y mañana le llamo. Buenos días.-
-¿Mi Señor... ?-

La comunicación se había cortado. Ella tardó en reaccionar. Con el móvil aun pegado al oído, se desplomó sobre el escritorio inundándolo con su llanto desconsolado. Ni siquiera sabía porqué lloraba. Al menos, ahora, algo parecía cambiar. Mañana, cuando él llamara, le explicaría su estado. Él sabría comprender. Era su Dueño, la protegería. Ya no podría negarle por más tiempo su servidumbre. Le contaría lo de su orgasmo. Eso haría que, por su incontenible deseo de castigarla, no se demorase mucho el encuentro. Ella sabía la excitación y el placer que le proporcionaba la ejecución de las sentencias, y este castigo sería de los memorables. La falta había sido gravísima. Maria casi sollozaba feliz, imaginando que podría blandir, con su tremenda desobediencia, un arma de seducción irresistible.

Al día siguiente, la espera junto al teléfono móvil fue tan inútil como lo había sido durante estos meses. Al tercer día, decidida a no dejar escapar esta oportunidad como quien se aferra a una endeble rama para no caer al precipicio, María volvió a marcar el número de su Señor. Una voz impersonal de operadora le comunicaba que el usuario había dado de baja el número. Al colgar, un silencio atronador la golpeó de lleno, como si una palada sorda de tierra y piedras cayera sobre la tapa de su ataúd marcando el final de las obras fúnebres. Su enterrador había hecho un trabajo casi perfecto.

Para cuando el otoño volvió a teñir la alameda de rojos y ocres, María había dejado atrás su provinciana existencia de zombi. Emigró a la gran cuidad para olvidar su vida de muerta entre hormigones y asfalto.

  • Fotografía: Craig Morey

  • Egon Schiele - Dos Mujeres (1912)

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    Ficha técnica:
    Título: Zwei Frauen (Dos mujeres)
    Fecha creación: 1912
    Dimensiones: 45,1 x 31, 7 cm.
    Técnica y materiales: aguada, acuarela y lápiz

    Egon Schiele (1890 – 1918), pintor expresionista austriaco. Tuvo una etapa inicial vinculada a la Secesión vienesa de la mano de su amigo Gustav Klimt, pero pronto se decanta por el Expresionismo, como hiciera otro compatriota suyo, Oskar Kokoschka.

    Podríamos decir de Schiele que los puntos cardinales de su obra son la muerte y el erotismo. Perturbadores son sus autorretratos desnudos, que reflejan una soledad atormentada e inquietante. Destacaría su ímpetu al reflejar el erotismo, a veces, con una pasmosa franqueza a través de sus trazos angulosos, enervantes, casi hirientes en sus contornos… y sus manchas de colores vivificantes y potentes. Precisamente por eso, sus dibujos, acuarelas y óleos poseen ese vigor tan intenso. Una fuerza arrebatada aún en la quietud de los escorzos o en la de sus paisajes.

    Sus representaciones de desnudos, a menudo, fueron considerados obscenos y pornográficos, lo que le llevó incluso a tener problemas con la justicia. Aún así, gozó en vida, sobre todo en ciertos círculos de Viena y, en parte, gracias a la protección de Klimt, de prestigio y admiración. No era para menos, pues Schiele desarrolló un estilo expresionista tremendamente personal e íntimo. Su trayectoria artística fue breve, muere muy joven, a los 28 años, a consecuencia de la gripe española.

    El cuadro que he escogido representa un tema que será una constante en su obra: el amor lésbico. Pertenece a la primera etapa expresionista, pero ya se vislumbran esos trazos agudos y nerviosos que, junto a la intensidad de grandes manchas cromáticas de acentuados contrastes, llevará a límites aún más exasperados en su evolución posterior.
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    El libro blanco [Jean Cocteau]

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    [Fragmento]

    Hastiado de las aventuras sentimentales, incapaz de reaccionar, arrastraba las piernas y el alma. Buscaba el consuelo de una atmósfera clandestina. La encontré en unos baños públicos. Evocaban el Satiricón, con sus pequeñas celdas, su patio central, su sala baja adornada con divanes turcos en los que unos jóvenes jugaban a las cartas. A una señal del dueño, se levantaban y se alineaban contra la pared. El dueño les tentaba los bíceps, les palpaba los muslos, desempaquetaba sus encantos íntimos y los vendía como un comerciante su mercancía.

    La clientela estaba segura de sus gustos y era discreta, rápida. Yo debía resultar un enigma para aquella juventud acostumbrada a las exigencias precisas. Me miraba sin comprender; porque yo prefiero la plática a los actos.

    El corazón y los sentidos forman en mí una mezcla tal que me parece difícil comprometer a uno o a los otros sin que la otra parte se comprometa también. Es eso lo que me empuja a cruzar los límites de la amistad y me hace temer un contacto sumario en el que corro el riesgo de atrapar el mal de amor. Terminaba por envidiar a aquellos que, al no sufrir por la belleza ni vagamente, saben lo que quieren, perfeccionan un vicio, pagan y lo satisfacen.

    Uno ordenaba que lo insultaran, otro que lo cargaran de cadenas, otro (un moralista) sólo obtenía placer con el espectáculo de un hércules que mataba a una rata con un alfiler calentado al rojo vivo.

    ¡A cuántos de esos sabios que conocen la receta exacta de su placer, y cuya existencia se ha simplificado porque se pagan en fecha y a precio fijo una honesta, una burguesa complicación, no habré visto desfilar! La mayoría eran ricos industriales que venían del norte a liberar sus sentidos, y después regresaban a unirse con su mujer y con sus hijos.
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    Finalmente, espacié mis visitas. Mi presencia comenzaba a volverse sospechosa. Francia no soporta muy bien un papel que no es de una sola pieza. El avaro debe siempre ser avaro, el celoso siempre celoso. En eso estriba el éxito de Molière. El dueño pensaba que era de la policía. Me dio a entender que se era cliente o mercancía. No se podían combinar las dos cosas.

    Esta advertencia sacudió mi abulia y me obligó a romper con costumbres indignas, a las que se añadía el recuerdo de Alfredo, que flotaba sobre los rostros de todos los jóvenes panaderos, carniceros, ciclistas, telegrafistas, zuavos, marineros, acróbatas y demás travestis profesionales.

    Una de las únicas cosas que eché de menos es el espejo transparente. Se instala uno en una cabina oscura y abre un postigo. Ese postigo descubre una malla metálica a través de la cual la mirada abarca una pequeña sala de baño. Del otro lado, la malla era un espejo tan reflejante y tan liso que era imposible adivinar que estaba llena de miradas.

    Mediante el pago de cierta cantidad solía pasar ahí los domingos. De los doce espejos de las doce salas de baño, ése era el único de este tipo. El dueño lo había pagado muy caro y mandado traer de Alemania. Su personal desconocía el observatorio. La juventud obrera servía de espectáculo.

    Seguían todos el mismo programa. Se desvestían y colgaban con cuidado los trajes nuevos. Desendomingados, se podía adivinar su empleo por las encantadoras deformaciones profesionales. De pie en la bañera, se miraban (me miraban) y empezaban con una mueca parisina que deja al descubierto las encías. Después se frotaban un hombro. El enjabonado se transformaba en caricia. De pronto sus ojos se iban del mundo, su cabeza se echaba hacia atrás y su cuerpo escupía como un animal furioso.

    Unos, extenuados, se dejaban fundir en el agua humeante, otros volvían a empezar la maniobra; se podía reconocer a los más jóvenes en que saltaban de la bañera y, lejos, iban a limpiar del mosaico la savia que su tallo ciego había lanzado alocadamente hacia el amor.

    Una vez, un Narciso que se gustaba acercó la boca al espejo, la pegó en él y llevó hasta el final la aventura consigo mismo. Invisible como los dioses griegos, apoyé mis labios contra los suyos e imité sus ademanes. Nunca supo que en vez de reflejar, el espejo actuaba, que estaba vivo y que lo había amado.
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    • Fotografía: Steven Meisel

    Vientos de represión...


    Esta mañana leo en la prensa que la empresa que gestiona el Metro de Londres ha censurado un cartel publicitario de la Royal Academy of Arts en el que aparece la Venus desnuda pintada por Cranach en 1532, precisamente para anunciar la próxima exposición de este pintor renacentista alemán. El argumento es que, según la normativa interna del metro, la publicidad no debe contener expresiones sexuales explícitas, por si pudiera herir la sensibilidad de algún viajero. Releo la noticia, no sea que me hubiera saltado un párrafo, una frase, e interpretado erróneamente el contenido. No, no me he equivocado, la noticia es tal cuál.

    Últimamente tengo la sensación de que se está produciendo un retroceso en todos los ámbitos de la sociedad y la cultura y que un viento gélido y represor está asolando la vieja Europa. Por si fuera poco, el Papa resucita el Infierno para escarnio de los pecadores. Y yo -ingenua- que creí haberme librado de la hoguera. Tiempo al tiempo...

    A lo mejor es que Europa está más vieja [y podrida] de lo que creíamos.

    El tambor de hojalata (1979) - Volker Schlöndorff





    Ficha de la película:

    Título original: Die Blechtrommel
    o: 1979
    País: Alemania
    Director: Volker Schlöndorff
    Guión: Jean-Claude Carrière, Franz Seitz, Volker Schlöndorff (Novela: Günter Grass)
    Música: Maurice Jarre
    Fotografía: Igor Luther
    Reparto: David Bennent, Mario Adorf, Angela Winkler, Daniel Olbrychski, Charles Aznavour, Andrea Ferréol, Heinz Bennent
    Género: Drama
    Sinopsis: El día de su tercer cumpleaños es una fecha determinante en la vida de Oscar, el pequeño que no quería crecer. No sólo es el día en que toma la decisión de dejar de crecer, sino que recibe su primer tambor de hojalata, objeto que habrá de convertirse en compañero inseparable para el resto de sus días... Basada en la más famosa novela del escritor y premio Nobel de literatura Günter Grass. (FILMAFFINITY)

    Oscar a la mejor película extranjera. Cannes: Palma de Oro (Ex-Aqueo con "Apocalipse Now")

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    El tambor de hojalata es una película difícil de catalogar e, incluso, de explicar. Hay quien la enmarca dentro del realismo mágica, otros, hablan de expresionismo alemán o de surrealismo. Narra la historia de un niño que no quería crecer al contemplar con rechazo el mundo adulto. Es una especie de extraño Peter Pan con un poder especial: su voz. Su grito agudo es capaz de hacer estallar los cristales y hará un perverso uso de ese don.

    La trama se desarrolla en Alemania, desde la ascensión nazi, su apogeo, hasta la derrota final. A través de los ojos de Oscar, se muestra de forma grotesca la mezquindad de la condición humana. El mismo Oscar es un pequeño engendro al que, durante la película, tienes constantes ganas de estrangular. Eso sí, el personaje está magníficamente interpretado por un jovencísimo David Bennent (12 años). El film está plagado de imágenes y escenas impactantes, perturbadoras algunas… y al final te quedas con una sensación de inquietud que tarda un tiempo en disiparse. Desde luego, la película no te deja indiferente.

    Gerda Taro

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    Gerda Taro fue la fotoreportera, muerta en la guerra civil española, que ha pasado injustamente a la historia como la compañera y amante de Robert Capa, considerado el mejor reportero gráfico de guerra de todos los tiempos, más que por su propio trabajo. Durante decenios fue prácticamente olvidada, a pesar de que sus fotografías y su arrojo y valentía, para testimoniar la contienda española en primera línea de batalla, no tenían nada que envidiar al legendario Capa. De hecho, Robert Capa era un pseudónimo que inventó ella y bajo cuya identidad también figuró su propia obra. Incluso, una de las fotografías más emblemáticas de Robert Capa, “La muerte de un miliciano” en Cerro Muriano (Córdoba), no se sabe con certeza si la disparó ella o él. Estaban juntos en ese momento y se solían intercambiar la cámara Leica, por la que habitualmente se identifican las imágenes atribuidas a Capa.

    Será la fotógrafa alemana Irma Schaber quien recupere su legado a través del “Proyecto Gerda Taro”, un exhaustivo trabajo realizado durante años, a partir del cual se pudo reconstruir su vida y publicar su biografía en 1994.

    Un poco de historia:

    Gerda Taro se llamaba en realidad Gerta Pohorylle. Nació en Stuttgart (Alemania) en 1910, en el
    seno de una familia burguesa judía. Comprometida con el movimiento obrero, y después de una detención y dado el pujante antisemitismo en la Alemania de aquella época, se refugia en París a los 23 años. Ahí conoce a Endre Friedmann, o André como se hacía llamar. Un talentoso fotógrafo húngaro, también de origen judio, que sobrevivía como podía con su trabajo. Se enamoran y Friedmann le enseña el oficio de la fotografía. Gerda, cansada de vivir miserablemente, ideó un plan. Ella pulió la imagen desaliñada de André y ambos se hicieron pasar por los representantes de un afamado fotógrafo americano que había llegado a Europa para trabajar. A ese personaje inventado lo llamaron Robert Capa. A su vez, ella se cambió el nombre por el de Gerda Taro. Así fue como lograron vender en París sus fotografías al triple de precio que cualquier autor francés y les empezaron a llover encargos. Al estallar la guerra civil española, ambos se trasladan a España para cubrir el conflicto. Al principio, firman sus trabajos indistintamente con el nombre de Capa, hasta que ella empieza a reivindicar su autoría y logró hacerse un prestigioso nombre como Gerda Taro, vendiendo sus reportajes a distintas publicaciones francesas. Friedmann se quedaría definitivamente con el pseudónimo de Robert Capa.

    La “pequeña rubia”, como se la conocía en el Frente republicano, realizó un valeroso reportaje de la ofensiva de Brunete documentando la reconquista de la población por las tropas republicanas. Sería su último trabajo. Moriría el 26 de julio de 1937 durante la contraofensiva fascista, apoyada por la aviación alemana nazi. Acompañando al ejército republicano en la retirada, en medio del ataque del bando nacional, un desgraciado accidente acabaría con su vida. Tras caer del estribo de un coche, un tanque republicano la arroyó destrozándola medio cuerpo de la cintura para abajo. Trasladada a un hospital de El Escorial, fallecería horas después. En Madrid la despidieron con honores militares y fue enterrada en París con grandes honores también. Para Robert Capa, que en el momento de su fallecimiento estaba precisamente en París, fue un duro golpe del que, dicen, nunca se recuperó.


    Pocos días después de su muerte, la revista “Life” publicó dos páginas con fotografías de Gerda, resaltando que eran de lo mejor que habían visto ese año sobre la guerra civil española.

    Robert Capa, fallecería años después, de una forma igualmente trágica, al pisar una mina mientras cubría la primera guerra de Indochina (Vietnam), en mayo de 1954, tras completar una de las carreras más brillantes del fotoperiodismo de todos los tiempos.

    Recientemente se han hallado en México más de 3000 negativos que recogen imágenes inéditas sobre personajes y escenas de combate de la guerra civil española, que se habían dado por desaparecidos, y que pertenecen a Robert Capa, Gerda Taro y David Seymour (Chim). Esperemos que contribuyan a restituir el merecido lugar que Gera Taro no debió perder nunca como una de los grandes reporteros gráficos de la historia, tanto por su coraje como por la calidad de su obra. (Más sobre la noticia… )