Zapatos de tacón de aguja


El escenario no podía ser más adecuado. Un antiguo convento reconvertido en exquisito hotel. Con un poco de imaginación, no era difícil figurarse a las antiguas moradoras arrastrar los rebordes de sus hábitos por el cuidado empedrado del claustro renacentista. Meditabundas y silentes.

Ahí, donde antaño reinaba el recogimiento y la oración, el juramento de castidad autoimpuesto a golpe de disciplina, -precisamente ahí- tuvo lugar uno de los actos más osados que había ideado hasta ese momento. Contaba, claro está, con mi amante y cómplice. Podría caer en la tentación de referirme a él como a mi sumiso, pero en verdad nunca lo ha sido, más allá del tiempo que duran los juegos de alcoba. Y no siempre. Alguna vez se imponía a fuerza de besos apasionados y de músculo. De tanto en tanto, necesitaba demostrarme que sabía cómo arrebatarme las riendas.

En esta ocasión, mi amante iba a interpretar su guión más profanador: el de puta. Oh, sí, me excitaba enormemente feminizarle de ese modo. Más aún por ser como era: hombre mediterráneo, orgulloso, de vigorosa virilidad. Con una personalidad contundente. Nada en él anunciaba el más mínimo trazo femenino, ni atisbo de ambigüedad. Tal vez, sus labios carnosos y bien perfilados, si se desdibujaba todo lo demás, podrían trasladarse a un rostro de mujer. Aunque era difícil imaginarlos ahí, rodeados como estaban de cuidado bigote y perilla, que acentuaban aún más su masculinidad.

Todo empezó cuando en un restaurante, a la espera del almuerzo, le posé una cajita de papel plateado sobre el plato. –Es un regalo, ábrelo-. Me miró casi conmovido y la abrió para volver a cerrarla inmediatamente con gesto interrogante. Le había cambiado la expresión en un abrir y cerrar de ojos. Con una sonrisa maliciosa le dije:

-Ve al baño y póntelo.-

-¿Cómo dices?-

-Ya me has oído.-

Dudó un instante, pero obedeció. La tentación de dejarse arrastrar por mi perversa imaginación le pudo más. No tardó en regresar con la americana abrochada, que abrió para sentarse, y un levísimo sonrojo en las mejillas. Supe enseguida que la tenía dura como una piedra.

-Son horrorosas, querida-.

Se refería a las bragas que le había hecho ponerse. Rosa chicle, de encaje. Acrílicas y horteras a más no poder.

-No te mereces otra cosa. No eres más que una puta barata. Tendrás que sudarte el ascenso.-

-¡Zorra!-, me espetó con una mezcla de rabia y pasión.

-No lo sabes tú bien-.

Se sucedió un duelo de miradas, a cuál más desafiante, que no estaba dispuesta a perder. Y no lo hice. Esta partida era mía. Cuando a un hombre se la pones tan dura, ya tienes media batalla ganada. Para asegurarme los laureles de la victoria, le hice darme sus calzoncillos, que disimuladamente pasaron del bolsillo de su chaqueta, por debajo del mantel, a mi bolso. Y con esas bragas tan chabacanas tuvo que acudir a una importante reunión de trabajo. Aunque, sin duda, lo más delicado fue ingeniárselas para no ser detectadas por su amada esposa a su regreso al hogar.

Aquellas bragas rosa chicle actuaron como la mordedura de un áspid. El veneno, irreversible, fue entrando en vena poco a poco, emponzoñando nuestro deseo con una lujuria desconocida hasta entonces.

Y así nos fuimos convirtiendo, él, en una perra rastrera, aspirante a puta de lujo y, yo, en una severa Maîtresse. Una a una, se fue ganando cada pieza del vestuario. Cada cita se convirtió en un nuevo desafío. Le humillaba cada vez un poco más y le arrastraba hasta la frontera misma de la rebelión. Administraba su placer con dulce y pérfido tormento, dejando que únicamente se derramara cuándo y cómo yo quería. Aprendió a lamer con devoción, además de toda la geografía de mi cuerpo, algunos apéndices de látex. Succionaba los consoladores con una lascivia digna del mejor porno. Una de las fases más delicadas, y más emocionantes también, fue acostumbrarle a la sodomización. A pesar de sus reticencias iniciales, y para su sorpresa, logró gozar muchísimo con ello.

De la lencería barata y estridente fuimos pasando a la suntuosidad del raso y los encajes de seda. Me encantaba burlarme de su torpeza al enfundarse las medias. Yo me esforzaba en demostrarle toda la sensualidad de ese exquisito acto y él era incapaz de emularme. Parecía un estibador. Se ganó más de una bofetada por eso.

Celebramos el día que se mereció mi rouge de labios brindando con un magnífico Burdeos. Sólo le faltaba la pieza más codiciada. Los zapatos de tacón de aguja. No hay puta que se precie sin zapatos de tacón. Con ellos el cuerpo se recompone en una nueva anatomía, mucho más voluptuosa. Imprescindibles para contornearse como una hembra que despierta pasiones… O como un pato mareado. Basta recordar la deliciosa escena, junto al tren, de “Con faldas y a lo loco” de Billy Wilder, donde un genial Jack Lemmon, vestido de mujer, es el contrapunto grotesco al meneo de caderas de la provocativa Marilyn Monroe. Escena fetichista donde las haya.

Se los tenía que merecer como ninguna otra prenda. ¿Cómo? Ejerciendo de lo que era: una puta. Es decir, debía entregarse a un hombre. Únicamente así alcanzaría a vestir unos zapatos de tacón de aguja. Era una idea que yo había acariciado, en secreto, desde el comienzo. A él le espantó. Como no estaba dispuesta a renunciar, puse en marcha toda la capacidad disuasoria de la que es capaz una mujer cuando tiene un acuciante capricho. Logré que deseara tanto esos zapatos, que terminó cediendo. Aunque, en realidad, los zapatos no eran más que el pretexto para explorar esos deseos inconfesables que anidan en lo más recóndito de nuestra mente. Los negamos, pero están ahí.

El siguiente paso era conseguir al candidato idóneo. No era tan fácil. Me adentré en algunos chat’s y, al cabo de un tiempo y tras varios descartes, lo encontré. Suboficial del Ejército y libertino. Treinta y tantos años. Dotado de un buen aparato, que no dudó en mostrarme por webcam. No era gay, ni bisexual. Le gustaban las mujeres sobre todas las cosas. Fue el morbo de mi propuesta y la curiosidad lo que le sedujo. Las ganas, como nosotros, de vivir algo intenso y transgresor. Me cité un par de veces con él en terreno neutral, una cafetería, para asegurarme que era el tipo adecuado y que aceptaría todas las condiciones del plan. Intentó imponer un requisito que no figuraba en mis propósitos. Finalmente acató, a regañadientes, que yo no sería su botín de guerra.

Y ahí estábamos, acomodándonos en una antigua celda, restaurada en acogedora suite. Junto a mi equipaje, una bolsa con la caja y sus zapatos. Por más que insistió, no se los enseñé inmediatamente, antes debía arreglarse para la ocasión. Le ayudé con la metamorfosis. –Dios-, el resultado fue maravilloso. Planta de macho ibérico embutido en lencería fina. Corsé de raso y encaje de Chantilly, terminado en liguero. Unas bragas a juego. Medias de seda con costura. Todo en negro y a imagen y semejanza de mi propia ropa interior, sólo que yo no llevaba un relleno postizo en el busto y, además, estaba cubierta con un sobrio traje de chaqueta y falda, gris marengo, con raya diplomática. Calzada con zapatos de salón en ante negro. Para cuando le pinté los labios con mi rouge favorito, estábamos ambos muy excitados. Ese fue el momento escogido para mostrarle el codiciado premio. Le hice cerrar los ojos hasta que los zapatos no estuvieron expuestos sobre una cómoda antigua, que se me antojó el lugar más parecido a un altar. Cuando los abrió y pudo contemplarlos, tuvo una erección tan potente que temí que fuera a estallar las bragas.

De charol negro profundo. Puntera afilada y tacón de aguja, de vértigo. El pecado hecho objeto. La envidia del fetichista más exigente. Esos eran los zapatos que debía ganarse con su boca de mamona. El pacto era una felación completa. Si lo conseguía, suyo era el trofeo.

Recibí la llamada a mi móvil con mayor puntualidad de la esperada. Buena señal. Nuestro hombre ya estaba en recepción. Le comuniqué el número de habitación. No tardaría en llegar. Mi puta debía desaparecer en el dormitorio hasta que la requiriese. Antes de eso, cumplí con mi promesa. Le ofrecí un antifaz, como los que se usaban en los bailes de máscaras, justo para no reconocer a alguien. Se daba la circunstancia que mi amante tenía, por su profesión, cierta proyección pública. Una situación que añadía más morbo al juego.

Llamaron y abrí la puerta. Ahí estaba nuestro candidato con su macuto. Mi sonrisa le relajó un poco. Estaba tenso. Tras la bienvenida y algunas frases de cortesía, le indiqué el baño para que se cambiara. Cuando supe que era militar, automáticamente me inspiró una idea para rizar más el rizo. Un uniforme castrense era un regalo caído del cielo que pensaba convertir en diabólica sorpresa para mi puta. Entre todos, elegí el uniforme de combate. Aposté por un golpe visual de mayor rudeza. Otro peldaño en el descenso hacia el lugar de los deseos prohibidos; el abismo.

Cuando reclamé a mi puta y se encontró con semejante espécimen, vestido para matar, creí por un momento que desbarataría todo mi plan. Pero no, superó estoicamente el impacto y me dedicó una mirada de odio total. Ni el antifaz pudo suavizar la puñalada de sus ojos. Fue un perverso placer devolverle una sonrisa de complacencia y poder. Sorprenderle de ese modo era toda una victoria, otra más. Pero estaba jugando más fuerte que nunca y no podía mostrar un atisbo de indecisión. Ambos debían tener claro que yo era la reina sobre el tablero. La Reina negra sin rey. Sin embargo, era a mí a quién le temblaban los tobillos. Para no delatarme, fingí, una mueca indolente y cruel.

-Querida, recibe a nuestro invitado como se merece. ¡Bésale las botas!- Mi voz no podía ser más autoritaria, pero mi puta no respondía. Así que emplee un tono más enérgico: -No voy a repetírtelo una segunda vez-.

Funcionó. Mi puta se postró dócil y besó, ceremoniosa, las botas de nuestro Rambo. A partir de ese instante, mis bragas permanecieron húmedas toda la velada. La escena era tan barroca y decadente que me tenía absolutamente fascinada.

Mi amante y yo habíamos previsto un sencillo piscolabis para romper el hielo. En su papel de puta sumisa atendió el servicio. Los Dry Martini fueron cayendo. La atmósfera comenzó a cargarse con un deseo denso, dulzón. Mi puta puso música para bailar lento. Podía olerla, estaba provocándome, había entrado en ese estado de hormigueo, previo al desenfreno. Me puse a bailar con nuestro huésped muy pegada a él. Debía asegurarme que no se echaría atrás. Dejé que sus manos recorrieran mi cuerpo por encima de la ropa mientras se afanaba ansioso por conseguir mi boca. No quise besarle y se tuvo que conformar con restregar sus labios por mi cuello. Noté el bulto de su bragueta como el acero. Empezaba a rebufar como un toro. Ese era el momento. Un guiño, y mi puta interpretó a la perfección la orden. Vino a postrarse ante nosotros. Narcotizados por el cóctel y la creciente excitación, invertimos las posiciones casi sin darnos cuenta.

Ni tan siquiera tuve que jalear a mi cómplice para que interpretara su guión. Arrodillado entre las piernas de nuestro singular guerrero, no tardó en bajarle la bragueta y hacerse con esa barra de carne dura entre sus manos. En la web cam, su pene me había parecido más grande. Aún así, al natural, impresionaba más. Nada le retuvo. Pronto su boca abarcó codiciosa todo el perímetro de ese glande abultado, gordo, enrojecido por la presión sanguínea. El rouge del carmín se fue esparciendo en trazos difuminados más allá del contorno de sus labios, a medida que se sucedían los chapoteos de saliva y los movimientos incesantes de su lengua. Me senté en la butaca cercana para contemplar ese acto de entrega en toda su grandeza. Y, ahí, me sorprendí a mi misma apretando las manos rítmicamente contra los muslos –contenida-, como si me hubiera acompasado con esa boca glotona y sus movimientos. El soldado, el uniforme, sus puños apretados de manos torpes que no saben donde posarse, sus resoplidos de animal, los ojos torneados y la expresión contraída de su cara… Todo él se iba mimetizando con el mobiliario de la estancia hasta perder identidad propia. Era otra pieza del decorado. Abandonada como estaba a la admiración de la escena, todos mis sentidos se concentraron en mi puta y sus lascivas maneras de engullir ese inhiesto pedazo de carne. En algunos momentos me sobrecogían sus aparatosas arcadas, en otros, la alternancia voluptuosa de sus labios y su lengua me provocaban unas irrefrenables ganas de hundir los dedos entre mis piernas. El pudor impidió tal cosa. [Siempre esa lucha. La vergüenza enfrentada al deseo. Fastidiándome.]

Los suspiros de placer, la humedad, el olor a almizcle, los movimientos de vaivén, los temblores de la piel… Una sensación tras otra fue absorbida en un remolino vertiginoso que anunciaba un pronto desenlace. Unos segundos más y mi advertencia hubiera llegado tarde.

-¡En la boca no¡-

Un bramido de buey degollado precedió a la explosión. Mi puta recibió sobre su cara de labios cerrados una abundante descarga, lechosa y espesa. El fondo negro del antifaz resaltaba la blanquecina huella de la humillación. Y, sin embargo, el cuadro me inspiró una infinita ternura. Le sentí tan cómplice, tan mío.

Tuve la tentación de apretar un poco más las tuercas e impedir que fuera a asearse. Finalmente no lo hice. Arriesgaba un motín. Aproveché su ausencia en la toilette para atender a nuestro invitado, ofreciéndole otra copa y un pitillo, y hacer más distendida su recuperación. Me miraba como si esperara su recompensa y yo no estaba en absoluto dispuesta a ofrecerme. Al fin y al cabo, sabía a lo que había venido y se había llevado una buena porción de placer. Mi cómplice salió del baño. Duchado, perfumado y en albornoz. El antifaz, el único vestigio de la tórrida escena acontecida, minutos antes, en ese mismo salón. De nuevo, su viril actitud emergiendo sin ambages. El macho y su orgullo. Lo cierto es que me sentí aliviada, pues nuestro invitado, incómodo ante la evidencia de que el disfraz de puta sólo era eso, un disfraz, se apresuró a apurar la copa, a cambiarse de vestuario en un tiempo sorprendente y a salir de nuestras vidas.

Por fin solos. Yo estaba eufórica por mi triunfo. Rauda recogí los zapatos sobre la cómoda y fui a llevárselos a mi obediente puta. Pero la puta se había esfumado por completo. No hallé la esperada mirada sumisa y ansiosa por el trofeo. En vez de eso, me topé con unos ojos negros, inquietantes. Ahora ya sin máscara. Preferí no darme por aludida y proseguí como si tal cosa:

-Aquí tienes tus zapatos. Te los has ganado.-

-Déjalos en el suelo.-

-Como quieras.- los posé en el suelo, delante del sofá donde estaba sentado. Mi sonrisa no podía ser más pícara. -¿No te parecen preciosos? Los escogí especialmente para ti-

-¿Te has divertido?-

-Sí, mucho.

-Me alegro. ¡Desnúdate!-

-¿Qué?-

-Quítate el traje. Llevas demasiado tiempo vestida.-

Estaba ávida y caliente. Me quedé en ropa interior, provocativa.

-Ahora quítate las bragas.-

-¿Sólo las bragas?-, le pregunté con ironía.

-Sí.-

Me las quité y se las tiré a la cara, desafiante. Él sonrió.

-Están empapadas.- me dijo con sorna, mientras las olía. -¿Y sabes a qué huelen?-

-¿A qué?

-A zorra.-

-¿Y ahora a qué coño estás jugando?-

-A lo mismo que tú. ¡Ponte los zapatos¡- Dejó de sonreír.

-¿Tus zapatos de puta?-

-Sí, mis zapatos de puta.-

-No son de mi número.-

-¡Póntelos!-

Estaba demasiado excitada como para enrocarme en uno de nuestros duelos por ver quién se hacía con las riendas. Así que no me importó demasiado complacerle un poco. A fin de cuentas, ya me había salido con la mía. Me encaramé sobre los altísimos tacones de aguja. El empeine doblado en una curva imposible y la holgura del zapato me provocaron una aguda sensación de vértigo. Vértigo que había empezado a tomar cuerpo desde la mutación de su mirada. Oh, pero no estaba dispuesta a quedar en evidencia. Si algo aprendemos las mujeres desde bien jovencitas, es a movernos sobre cualquier tortuoso armazón engalanado a nuestros pies. Acompasando un provocativo bamboleo de caderas con cada paso, le ofrecí una bonita lección de equilibrio, haciendo un pequeño recorrido delante de él. Su leve rictus en la comisura de la boca, hubiera parecido una señal de complacencia de no ser por el oscuro brillo de sus ojos. Ello me puso en alerta como una gata en territorio de arenas movedizas.

-Te sientan muy bien.-

-Mejor te sentarían a ti. A mí me quedan grandes.-

-Pero hoy los vas a lucir tú.-

Se levantó y desapareció por unos minutos en el dormitorio. Al regresar había sustituido el albornoz blanco por el kimono de seda negra. Ese que tanto me gustaba y que, a veces, tomaba prestado cuando después del éxtasis nos fumábamos un cigarrillo y charlábamos o manteníamos un reparador silencio. En sus manos, el cinturón de cuero. Sólo con verle, sabía que esta vez no me lo iba a ceder. Temblaron mis tobillos, una vez más. Los tacones parecieron elevarse por si mismos, como si tuvieran un resorte secreto. A mis pies, la amenaza de un precipicio profundo y húmedo. No puede reprimir la pregunta:

-¿Qué vas a hacer?-

-Comprobar tu destreza sobre esos zapatos de tacón de aguja.-

-¿De qué estás hablando?-

La respuesta no se hizo esperar. Un trallazo sobre mis nalgas por poco me hace perder el equilibrio y caer. Mi primer impulso fue tirarme a su yugular y acabar con sus ínfulas de macho dominador de un mordisco. Pero no tuve tiempo. Su cinturón fue más rápido, al igual que sus palabras:

-Si caes, nada ni nadie te salvará del fango más sucio.-

El segundo golpe me arrancó un gruñido feroz. A duras penas conseguí enderezarme sobre los tacones para recibir el siguiente azote… Mi endemoniado esfuerzo por mantener el equilibrio fue una premonición inequívoca de abdicación. La Reina negra destronada sobre su propio tablero.

Cuando aquella tarde fría de enero nos encaminamos a nuestra suite por la galería porticada del claustro, ni por asomo, hubiera adivinado el desenlace de la fascinante aventura de los zapatos de tacón de aguja. El cinturón estrellándose contra mi trasero fue la antesala de un episodio más tórrido aún que la escena precedente.

Pero esa es otra historia...

3 comentarios:

Machote dijo...

Ayer me folle una prostituta brasileña por 100 euros que tenia unos zapatos de tacón de aguja que eran perfecto como ella.

Ani dijo...

Yo cuando llega fin de mes para redondear el sueldo hago de puta en el barrio de La Alameda y cuando me pongo mis zapatos de tacón rosas que me dán una suerte barbara,aparte de lo buena que estoy, y ese dia ligo cantidad y me llego ha tirar 14 tios a 30 euros el polvete acabo cansada pero gano mi dinerito y cón mis zapatos de la suerte .

j dijo...

MAGISTRAL