Masauda [Abdelhak Serhane]

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[Fragmento]

En el principio eran las tinieblas. Y en el principio mis dedos habían trazado la silueta de una mujer desposeída: Mesauda. Dos líneas paralelas mal trazadas, una línea transparente y un círculo negro mal cerrado con unas manchas indefinidas.

Mesauda una mujer. Mesauda un hombre. Mesauda un animal. Era todo eso a la vez; hermafrodita solitaria con el sexo tatuado por los murciélagos. El silencio fluía entre sus piernas y el sueño tomaba forma. La abuela decía de ella que era la herida del tiempo y la bacía de los adultos, que se divertían penetrándola con sus dedos y haciéndole cosquillas en sus senos extenuados. Era uno de esos seres lamentables que sufren y aceptan su destrucción. El sueño febril, acechado por los adultos desquiciados, en el desorden de nuestra mirada confiscada a nuestro vértigo, a nuestra juventud claudicante; ellos manifestaban en ella la embriaguez de su deplorable delirio: hombres incapaces de controlar el estallido de su euforia.

Los demás dormíamos en el sueño de sus sombras; testigos de secuencias disonantes de una vida deshilachada, suspendida de las agujas de un silencioso reloj de péndulo.

A veces gritaba y daba alaridos, pero terminaba siempre dejando escapar de su boca desdentada una desabrida risa y enseñando el trasero a la gente, mientras que algunos adultos la toqueteaban por debajo de sus harapos. Teníamos alucinaciones y nuestros dedos se estrechaban más aún alrededor de nuestro sexo. Era más fuerte que nosotros.

A veces, los adultos se divertían desnudándola o arrancándole los pelos del bajo vientre para ponerla fuera de sí, y lograban hacerla gritar. Entonces se escapaba llorando, perseguida por los dedos peludos y la risa cómplice de nuestros mayores. No se había detenido aún, cuando ya otras manos la habían atrapado y la penetraban otros dedos. Un líquido sucio chorreaba siempre entre sus piernas y los dedos seguían extraviándose en sus dédalos.

Nosotros, los niños, mirábamos acariciándonos el sexo, buscando un rostro o una grieta.

Así fue como aprendimos lo que era la vida, con todo lo que tiene de alegre y violento a la vez. Esa vida, que habíamos conocido muy pronto, y del lado malo, iba a dejar su huella en nuestra memoria. Todos habíamos conocido la misma llamada y el mismo grito. Más tarde, esas dos voces iban a estallar con fuerza y dispersarse en nosotros, alrededor nuestro, para dejar sitio a nuevas mentiras y contradicciones.

Mesauda entraba en todas las casas pero ninguna le pertenecía. Las mujeres esperaban su paso. En cuanto dejaban los cubos de agua llenos en Titahcen, le pedían que contara sus dolores. Formaban un corro alrededor de ella:

- ¡Cuenta! ¿Qué te han hecho hoy?

Entonces se sumía en una difícil explicación. Su lengua, cual bola de fuego, recorría la boca en busca de algunas palabras abandonadas. Sus brazos se agitaban en el vacío con gestos vagos y desordenados. Las mujeres reían. Las jóvenes escuchaban. Sus fantasmas se reunían con los nuestros en una simulada complicidad. Cuando Mesauda se iba, las jóvenes se reunían junto a la fuente, se tocaban discretamente los senos por debajo del haik, se enseñaban el pecho y se acariciaban mutuamente el sexo.

Mi padre, como los demás, disfrutaba restregando la imagen envejecida que Mesauda guardaba entre sus piernas.

Para nosotros, era la mujer transparente, la virgen eterna, y también, la carne tumefacta y saqueada. Era la nebulosa con piernas arqueadas, siempre abiertas a los dedos peludos y a las ávidas miradas.
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Mesauda, la ofrenda. La llaga del deseo colectivo, el maná celestial del que se alimentaban nuestros mayores. Pasatiempo de donde emergía su delirio y nacía nuestro placer censurado.

El sol reinaba sobre la cumbre del Akechmir y nuestro ojos estallaban como pompas de jabón al acercarse a las tinieblas y a la carne. Nos consumíamos esperando que pasara Mesauda. Nos excitábamos con la idea de que nunca llevaba nada debajo de la ropa.

Bastaba con que se sentara y abriese un poco las piernas para que la penetráramos con la mirada. Salivazo en las manos y sexos arrogantes. El movimiento de las manos se aceleraba con un ritmo amargo. Un pálido goce nos cegaba y nos liberábamos durante un instante de nuestra angustia. Los dedos se pegaban y aspirábamos con orgullo el olor de nuestra obra. Nuestra manos se parecían entonces, poco más o menos, a las de las personas mayores, regadas en las ciénagas de Mesauda, y nos sentíamos orgullosos.

[...]

De vuelta a casa, me encerraba en el retrete, sacaba mi sexo miserable y me empecinaba en devolverlo a la vida; tenía prisa por hacerme hombre. Además, nos habían enseñado que el valor de un hombre se mide por el peso de sus testículos. Cuando lo soltaba, se volvía jadeante; un verdadero pingajo. Todas las miserias del mundo se reunían en mí. Buscaba entonces una regla. Ningún progreso. Era igual a mi desesperación de hombre inacabado.

"Dios nos ha creado a todos iguales", afirmaba mi padre. Yo sabía que eso era mentira, porque no todo el mundo tenía acceso a Mesauda: usufructo de los adultos, que nos obsequiaban con una lección de moral en una herida nueva.

Mesauda, la andrógina negra, era la sofocante conciencia de la desigualdad social, la injuria hecha a la palabra de Dios y nosotros éramos la ironía de una vida sin alegría, determinada por la fatalidad.


de Abdelhak Serhane
(Traducción: Inmaculada Jiménez Morell)

  • Fotografía: Korey Birand

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