El entierro de la niña sucia


Tarde tediosa de abril. La niña decidió ensayar con la guitarra bajo la atenta mirada de la criada. Lograr acompasar la melodía de un estribillo con una cadencia reconocible, era una ardua tarea. No estaba dotada para la música. Ni siquiera un poquito. En cambio, poseía grandes aptitudes para las Artes plásticas, especialmente la pintura, y para fabular historias. Inventaba personajes y los interpretaba hasta consecuencias insospechadas. Era capaz de hacer que un hombre adulto perdiera la cabeza. Sin duda, un talento innato.

La criada cosía en silencio, con una mueca de desagrado. La niña lo había percibido perfectamente. A pesar de ello, seguía rascando las cuerdas del instrumento con un tesón irreductible. Digno de elogio, si el resultado hubiera sido de un mínimo logro musical. Nada. Era inútil.

De pronto, la criada estalló en una retahíla de reproches. Le recordó el luto. Le echó en cara su irreverente actitud, ahí, tocando alegremente la guitarra, mientras la madre estaba en España enterrando al abuelo. Pero España quedaba demasiado lejos como para impregnar la habitación de la niña con una atmósfera funeraria. Así que siguió en su empeño, impasible como un muro de hormigón, hasta lograr que la criada, con trágico aspaviento, abandonara la estancia y la dejara sola.

Ahora que había cogido un poco el ritmo, no pensaba dejar la guitarra. Prefería el dolor en la yema de sus dedos a la agonía de todas las preguntas golpeando su mente como martillos cayendo del cielo.

¿Quién la susurrará al oído: "mi pequeña princesa"? ¿Quién bajará sus bragas para hurgar en las flores prohibidas? ¿Quién la azotará sobre las rodillas por ser tan sucia?

Posiblemente, esa misma noche decidió enterrar todas las preguntas con el Dueño de las respuestas. El Abuelo. La niña sucia debía ser sepultada con él, para que nunca nadie supiera de ella. Ni siquiera ella misma.

Tenía 12 años cuando inventó un mecanismo más eficaz que la pala de cualquier avezado sepulturero. Un clic en el interruptor de su cerebro y la niña sucia desaparecía, como por arte de magia, en las profundidades del olvido.
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  • Fotografía: Hans Bellmer (Poupée)

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